miércoles, 21 de octubre de 2015

Sueños

Le decía a sus amigas que no había nada como soñar despierta. Sé que lo pensaba realmente y que no buscaba el palabrerío aleccionador fácil. Animaba a toda su gente a emprender, a intentarlo sin miedo, y también a comprender que el resultado a veces es lo de menos. Para ella, peor que cualquier aparente fracaso eran los remordimientos por no haberlo intentado, porque creía que acompañarían siempre. 
            Pero yo sé que cuando más viva estaba era dormida, cuando hablaba en sueños y reía. Nunca osé despertarla ni darle el típico codazo para que me dejase dormir. Me gustaba escucharla aunque no entendiese nunca a qué se refería. Eran frases y palabras que escapaban a mi lenguaje. En esos momentos estábamos en dos mundos realmente alejados, aunque compartiésemos cama y la manta nos protegiese del mismo frío.
            —¿Por qué te levantas siempre sonriendo? — Me preguntaba cada amanecer, ajena a sus conversaciones nocturnas.
            —¿Yo? Nada, nada. Será que he tenido un sueño agradable, pero nunca me acuerdo de qué trata— le mentía. Si le contaba la verdad no sería lo mismo. Era nuestro secreto común aunque ninguno supiera la parte del otro. 
            Esa alegría que gobernaba sus sueños se volvió pesadilla cuando le diagnosticaron cáncer. ¿Te acuerdas lo que me costaba decir la palabra?. "Si son sólo seis letras y las borraremos enseguida de nuestra boca", me animabas.  En lo peor de su tratamiento yo intentaba duplicar mi energía para que le llegase a través del aire y de las miradas de cariño, pero no siempre lo conseguía. Notaba que a medida que dejaba ser la misma yo la seguía por el mismo camino, arrastrado por un final que cada vez veíamos más cerca.
            —Ya no sonríes por las mañanas— me reprochó con suavidad una amanecer que seguía a una noche interminable de dolor en su cuerpo—. Quiero que vuelvas a hacerlo cada mañana. Prométemelo.
            Así pasaron el resto de días hasta que la enfermedad fue más fuerte que los sueños. Mi sonrisa actuaba en cada función para una única espectadora: ella. Cuando se fue para no despertar más no tuve más remedio que mantener mi palabra y seguir sonriendo por las mañanas, aunque en el patio de butacas ya no hubiera nadie para aplaudir al terminar la representación.

            Y es que al final uno siempre será preso de las promesas que hace...

viernes, 9 de octubre de 2015

La jarra de Cola Cao.


Eran las tres de la madrugada. Para ser Febrero, el día había resultado bastante caluroso, la gente había aprovechado la ocasión para pasear sin abrigo ni bufanda, imaginando que ya era junio. Aunque pronto llegarían las seis de la tarde para recordar que seguía anocheciendo pronto y que el frío en Segovia no desaparece, sólo se esconde.

Como os he dicho, eran las tres. Puedo parecer pesado insistiendo pero, para el hecho que voy a relataros, la hora puede llegar a ser importante. Toda mi familia estaba acostada menos yo, porque me gusta quedarme hasta tarde para hacer cosas o ver una película. Llevaba un rato viendo un capítulo de “Aída” cuando vino el sueño a por mí, aunque antes me entraron ganas de beber algo. Qué decisión más poco acertada, pensaría minutos después.

Fui al frigorífico. Lo abrí. Entre todos los alimentos destacaba de manera especial una jarra llena de leche con Cola Cao. Allí estaba ella, repleta hasta el borde prácticamente, deseosa de que la agarrara fuertemente por el asa y vaciara su contenido en una taza. Con esa insinuación no podía decirle que no, uno no está hecho de piedra. Dejándome llevar, cogí con vehemencia fuertemente la jarra y la saqué del frigorífico para llevarla a la mesa que se encuentra a un metro escaso. "¡Tú no te me escapas!"- pensé.

Creedme queridos lectores cuando os digo que pocas veces me he equivocado tanto al hablar. Noté que algo no iba bien. El ambiente se enrareció, los árboles en la calle se agitaban nerviosos, los contados pájaros que quedaban despiertos huían despavoridos de la ciudad…, algo terrible estaba a punto de suceder. Dicen que en un segundo te puede cambiar la vida. Aún no he podido comprobarlo, pero sí he visto de primera mano que en una milésima te puede cambiar la noche.

Y es que una milésima de segundo es el tiempo que tardó el fondo de la jarra con dos litros de Cola Cao (recordad que no estaba medio vacía sino repleta) en romperse camino de la mesa. Por si no me habéis entendido bien, no estoy diciendo que la jarra se quebrara en mil pedazos ni nada parecido, no. La jarra quedó totalmente intacta con la insignificante salvedad de que el fondo se despegó del resto del objeto. Una anécdota divertida sino fuera porque un tsunami de leche empezó a correr incontrolable por la cocina.

Me quedé con la jarra en la mano, ya no había vuelta atrás. La miraba incrédulo. Creo que la expresión "se te ha quedado cara de tonto" se creó acuñó para situaciones como esta. Intentaba buscar una explicación a por qué a las 3 de la mañana tenía un recipiente sin fondo en la mano y en el suelo, en la mesa y en mis piernas dos litros de leche esparcidos a sus anchas, que creedme si os digo que en el suelo parecen muchos más.

Noqueado ante tan evidente derrota nocturna, me dirigí cual reo a la silla eléctrica a por las que iban a ser mis amargas compañeras de noche: la fregona y las bayetas. La hora siguiente la pasé recogiendo lo que tenía que haber sido mi aperitivo antes de meterme en la cama. Aquello era como el milagro de los panes y los peces: cuanta más leche recogía más me parecía que había. Incluso cuando pensaba que ya había terminado de limpiar aparecían nuevas pruebas del incidente.


Dos meses después he conseguido olvidarlo, no me han quedado secuelas, aunque no puedo evitar mirar las jarras con cierto recelo. Desde entonces me echo directamente la leche de la botella, por ahorrar intermediarios más que nada.

jueves, 26 de febrero de 2015

La Residencia

La Residencia


Siempre que leo una entrevista a un escritor, sea profesional o aficionado, hay una pregunta que va dirigida a los motivos por los que empezó a escribir. Nunca responden que por dinero, por fama, por reconocimiento…, todos apelan a un motivo que no se puede tocar con la punta de los dedos: la necesidad.

Hoy esa necesidad me lleva a desplazarme a Puerta de Toledo, en Madrid. Allí hay una residencia de ancianos que visité durante muchos años. Podría hacer como siempre, inventarme los personajes de los relatos, hacerlos míos... pero es justo que esta vez no cambie nada. Al fin y al cabo ellos vivieron allí. Eran tan reales como tú y yo.

 Si os decidís y entráis en la Residencia, en el hall os estará esperando Aurelio, que todas las tardes se asoma a la puerta a ver la vida pasar con las manos atrás. Nunca os contará nada si no le habláis primero. Al principio os podrá parecer serio, pero en cuanto le digáis algo veréis que es simpático y que su pose de hombre rígido es sólo una fachada. 

Pronto, a la izquierda, encontraréis el salón principal. Si es jueves es posible que veáis a muchos residentes que han juntado las mesas y están jugando al bingo. Juliana es la que canta los números. Cuando sale el quince se para y dice “la niña bonita”, y al gritar “¡bingo!” escucharéis como más de uno se queja. El enfado de la derrota no entiende de edades.

  Si estáis en el salón os habréis fijado que en la esquina hay un señor callado observando todo lo que pasa a su alrededor. A veces está con la mano derecha tapándose la cara. Eso es porque le duele todo el cuerpo. Le cuesta mucho andar. Él es Pepe, pero podéis llamarle cariñosamente Pepín. Os pasará como con Aurelio: creeréis que es serio pero pronto entenderéis que está deseando tener una conversación. Contadle cualquier cosa de vuestro trabajo, de vuestra ciudad, o una anécdota sin importancia. Él os preguntará mil veces y, si otro día volvéis, no os quepa duda de que se acordará de cada detalle como si se lo acabarais de explicar. A veces dice que ya no tiene nada que hacer en este mundo, pero yo no le creo. Sé que al día siguiente se quiere volver a levantar.

  Más adelante, ya en el segundo piso, no os podéis ir sin saludar a Santiago. Es el más alto de toda la Residencia, su presencia destaca entre todos. Antes compartía habitación con su mujer, pero ella falleció. Notaréis en sus ojos la tristeza por la ausencia después de más de cincuenta años juntos. Es normal, pero sigue adelante. Si sois de Segovia, os contará sus recuerdos porque conoce la ciudad. También os hablará de política, de economía y de deportes, porque sigue fiel al periódico y al Telediario. Y nunca se le olvida un rostro; con que os crucéis una vez será suficiente para que os conozca para siempre. Se despedirá dándoos un fuerte apretón de manos mirándoos a los ojos. Os entrarán ganas de volver a visitarle, ya os aviso.

 En ese mismo piso están dos de los hombres más entrañables, Lucio y Gregorio. Los que llevamos años yendo no entenderíamos a uno sin el otro. Lucio tiene un pelo blanco envidiable, es fuerte, pero sé que de primeras os fijaréis en las gafas de sol que le tapan la ceguera. Nunca le he preguntado desde cuándo está así. Lo importante es cogerle del brazo y avisarle de que venís a verle. Enseguida os recibirá con un -¡hombreeee!- y os alzará la mano para que se la estrechéis. Os preguntará que cómo os va todo y escuchará atento vuestros comentarios; el oído no le falla. 

Gregorio es el más bromista de todos, es un lujo tenerle como residente. Para saludar os dirá - Joven, ¿qué paixa?- Me encanta cuando lo dice. Si sois altos, os contará que él, en su tiempo, era Cabo Gastador del ejército y os dirá también que no sabe qué comen los jóvenes de hoy en día para ser tan grandes. Bromead con él, es cuando se siente más a gusto. Habladle de mujeres que entran a medianoche por los balcones, o de fiestas que, aunque no vayáis a ir, estarán en vuestra imaginación. Él disfruta. Tenéis que saber que se dedicó durante mucho tiempo al mundo del espectáculo y que su mujer fue una gran actriz española. No os diré su nombre, prefiero que vayáis allí y se lo preguntéis. A mí me ha contado anécdotas de aquella época. Relatadas por él tienen más valor porque lo hace con un brillo en los ojos que te hace entender que todo fue verdad y que no ha olvidado a su esposa, de la que habla con mucho cariño. Si algún día llegáis tarde podéis encontrar a Lucio y Gregorio a las 19.50 yendo juntos en el ascensor. Les gusta ser de los primeros en entrar y, si tenéis hambre, ellos no dudarán en invitaros sinceramente a compartir mesa y mantel. Son gente buena, muy buena.

Y en la planta cuarta están las mejores: Lola y Paquita. No negaré que son mis preferidas, parten con ventaja: son mis abuelas. Son opuestas, tienen muy pocas cosas en común. Paquita es más tranquila, acepta las cosas como vienen y no la escucharéis quejarse. Lola es más coqueta y algo rebelde, tiene más carácter, pero eso no es malo. Es la más joven de todos los residentes. Me río cuando dice que está rodeada de viejos. Ambas quedaron viudas muy pronto. Pocas veces hablan de mis abuelos pero yo sé que se acuerdan mucho de ellos.

Con vosotros no lo harán, pero cuando voy siempre dicen a todos que yo soy su nieto, se ponen muy contentas con las visitas. Seguro que porque pronto entendieron que estar en una residencia no era ni mucho menos sinónimo de olvido. Les gusta que me integre. Si hay algún juego o dan algo de comer, enseguida preguntan si yo también puedo participar. Cuando juegan a los bolos, Paquita siempre le dice a la enfermera que yo también tengo que tirar, y yo le digo que no, que si no hago trampas. No queda muy convencida, pero al final consigo que sea ella quien lance la bola. La comida no les gusta demasiado, pero no porque sea mala, es que ellas han sido dos cocineras geniales y ahora cualquier cosa se les queda pequeña. Si hace buen tiempo las veréis paseando por la calle Toledo. Se abrigan bien y suben hasta el final de la calle, agarradas a mi brazo o al de mis padres. Los sábados por la tarde no vayáis, siempre van juntas a misa y luego suben a ver la televisión hasta la hora de la cena. Les gustan las telenovelas, y a Lola también las canciones de Isabel Pantoja y Lola Flores. Por cierto, si alguna vez llamáis a Lola, la reconoceréis de inmediato porque cuando coge el teléfono siempre responde, con su acento gallego, con un inconfundible -¿Quién está al aparato?-

 Cuando me despido, las dejo ya sentadas en el comedor para cenar. Como hacen Gregorio y Lucio, me piden sinceramente que me quede. Ellas son el principal motivo de mis visitas.

Podría seguir durante horas hablando de Pablo, que siempre está viendo la tele con esos cascos gigantes, o de Marisa, que no falta un solo día a visitar a su padre que tiene Alzheimer. De Ángela, que a sus noventa y cinco años conserva una lucidez asombrosa. De Blanca, Flora, Conchita, Rosa, Manuel, que tiene la tele con el volumen casi al máximo… pero, como os he dicho antes, prefiero que vayáis vosotros y comprobéis la cantidad de historias y de personas de las que se aprende. Ellos agradecerán que les visitéis. Dará igual que no les conozcáis, son muy receptivos y en diez minutos pensaréis que les conocéis de toda la vida. Total, qué es una hora de nuestro tiempo con todo el que malgastamos. Yo estuve nueve años y me acuerdo de ellos como el primer día. De todos.


Y es que a veces no nos damos cuenta de que los mayores no son el pasado. Son tan presentes como tú y como yo.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La novia triste



¿Puede una fotografía tener el poder de atraparte y llevarte al momento en el que fue tomada?

Solo quedaba una caja por recoger de aquel inmenso desván que llevaba años coleccionando oscuridad y polvo. Los antiguos dueños de la casa me habían puesto como condición para rebajarme el precio que todos los objetos inservibles que se escondían allí dejaban de ser responsabilidad suya. Se excusaron en que cuando veintisiete años antes llegaron ya estaban en el mismo lugar. Nunca habían tenido necesidad de usar el desván y lo habían mantenido cerrado casi tres décadas. Acepté sin resistencia. Habían sido generosos con el precio.

Tras cinco horas me disponía a dar por terminada la tarea.  Quizás por ser la última caja, me entró curiosidad. Fuera solo se podía leer un nombre con rotulador negro: “Almudena”. La abrí. Dentro había un joyero roto, tres libros de poesía, un pequeño espejo y un sobre amarillento cerrado. Lo cogí. Inconscientemente miré a la puerta para comprobar que nadie veía cómo invadía la intimidad de Almudena, cómo traspasaba la línea y me convertía en un entrometido de los que yo tanto criticaba. Fue un gesto absurdo a sabiendas de que no había nadie más en la casa.  

Del sobre saqué una foto en blanco y negro. Era una pareja de recién casados. Ella, con un vestido blanco, estaba sentada en unas escaleras de lo que parecía las afueras de una iglesia. Él, con uniforme militar, sonreía en pie un par de peldaños por debajo. Ambos miraban a la cámara perpetuando aquellos primeros minutos como matrimonio. Di la vuelta a la fotografía.
                                                   
                   Valladolid. 12 de junio de 1961

Cuando giré de nuevo la fotografía, ya no estaba en el desván de mi nueva casa. Me encontraba allí, en Valladolid, en 1961. Frente a Almudena y su marido. El fotógrafo les indicaba constantemente cómo debían colocarse para que, como él decía, fueran los novios más guapos del mundo. En seguida comprendí que no podían verme. Era un simple espectador. Los invitados esperaban unos metros más atrás sin quitar ojo a la joven pareja mientras comentaban cómo había sido la ceremonia. No eran muchos. Cuarenta, tal vez.

Me volví a centrar en la pareja. Fue entonces cuando me di cuenta. Almudena tenía la cara más triste que jamás había visto. Pero nadie podía verlo, porque ella sabía esconderla bajo una sonrisa de la que cualquiera se habría enamorado. Su marido la agasajaba con besos y caricias a las que ella respondía como la novia más feliz, pero su mente estaba en otro lugar. A cada momento en que no se sentía observada, agachaba la mirada para refugiarse del mundo y coger fuerzas. Supe que le hubiera gustado que esos segundos fueran eternos, pero como todas las huidas, tenían fin. Cuando alzara de nuevo la cabeza debía estar preparada, debía ser otra persona, la que todos querían que fuera, la que había apostado por un futuro que para ella se había diluido antes de llegar.


Al terminar la sesión, el fotógrafo pidió un aplauso para los novios. Los invitados fueron a su encuentro para felicitarles nuevamente. De entre todos, uno se diferenció del resto quedándose unos pasos más atrás. Era un hombre de mediana edad, rubio y con bigote. Consumía un cigarro sin casi descanso entre una calada y otra. Pero no destacaba por eso, lo hacía porque era el único cuyos aplausos no eran reales, y porque su mirada buscaba a toda costa no cruzarse con la de Almudena. Terminó el cigarro, lo piso repetidamente y se encendió otro. Reunió el valor que hasta entonces no había tenido y  se acercó a la pareja. Abrazó primero al novio con efusividad, dándole tres palmadas en la espalda que sonaron vacías de sinceridad. Después se dirigió a ella.  La besó en ambas mejillas con delicadeza y sus manos se rozaron antes de separarse para siempre. Los dedos de Almudena le buscaron por instinto, pero él ya estaba lejos… a unos centímetros insalvables.

Reconocí en ella la misma tristeza que había quedado plasmada en la foto que tenía entre las manos. Entendí que estaba oculta en aquel sobre, separada del resto del reportaje, porque era la única en la que no había podido fingir su pena… la de no poder elegir su destino y tener que compartirlo con otra persona diferente a la que quería. Él se marchó, ni siquiera esperó al convite, porque la tristeza nunca puede ser motivo de celebración. Podía haber echado la vista atrás. Habría visto cómo Almudena intentaba correr tras él, pero sus pies no se levantaron jamás del suelo.

Se me cayó la foto de las manos y al recogerla ya estaba de vuelta en mi hogar, el que fue también de Almudena. La volví a guardar dentro del sobre y cerré la caja. La dejé en el mismo lugar, donde ella había decidido enterrar su pasado. Quizá con el tiempo fue feliz. No lo sé. Sin conocerla deseé que así fuera, porque nunca vi una novia tan triste como en aquel 12 de junio de 1961.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Mariela

No es su verdadero nombre. A todos dice que se llama Mariela pero a nadie revela siquiera de dónde viene, es su secreto. Llevo siete meses viéndola todas las tardes y todas las noches, siempre en la entrada de ese portal que se ha convertido en un refugio del frío y la lluvia, frente al bar donde trabajo. Algunas veces entra y me pide una botella de agua. Si no está el encargado delante no se la cobro. Me da las gracias por lo menos tres veces. Parece avergonzada, como si me debiera algo. Creo que el valor de esa botella es muy diferente para Mariela.

Y la observo mirando al suelo, su mejor paisaje. No quiere ver llegar al próximo cliente. Curiosa palabra, “cliente”. Ése que con el falso pretexto de la soledad querrá pasar una hora con Mariela. Tendrá que negociar el precio. Veinticinco euros será el punto de partida. Él se hará el ofendido, dará quince. Veo cómo intenta decirle que no, quiere hacerle creer que no es lo que busca, pero él insiste. Escucho un silbido que viene del otro lado de la calle. Mariela pronto lo reconoce. Su jefe, probablemente el mismo que la extorsiona amenazando a su familia. Con un gesto la advierte, tiene que irse con él, no hay opción, y ella accede fingiendo con la mejor de sus sonrisas, como si le hubiera estado esperando toda la vida. Durante esa hora, Mariela será la mejor amante, dirá lo que él quiere escuchar. La creerá porque no hay más ciego que el que no ve la realidad.

Y no puedo evitar verlos regresar. Él, satisfecho, sonrisa de ganador, se irá a casa, con su mujer. El domingo volverá a hacer de padre ejemplar y jugará con sus hijos en el parque. Y mientras, Mariela vuelve llorando, una vez más, pero siempre por dentro, porque es mentira que a todo se acostumbra una persona. En su cara nadie verá tristeza, pero llevo observándola mucho tiempo y, aunque apenas hemos hablado, yo la conozco.

Y valoro que pague un precio alto por huir de la miseria de su país. Y lo aprecio sin tener idea de lo que estoy hablando, yo, que me quejo continuamente porque trabajo nueve horas en una cafetería, cinco días a la semana y aguanto a clientes algo maleducados.

Y odio las miradas de las personas que pasan delante de ella juzgándola con gestos de  desprecio, ignorando que para Mariela ser libre no es un derecho. Y las odio porque nunca sabrán la verdad. Preferirán pensar que es prostituta porque no quiere tener otro trabajo que ellas mismas califican como sacrificado. Y sobre todo las detesto porque no saben el sufrimiento que hay detrás de ese rostro amable.

Y cada tarde imagino que tengo el dinero que compre su libertad, sin más pretensión que la de que no vuelva a pisar esa calle, que huya lejos, a esa tierra donde dicen que se puede encontrar una vida digna, porque lo que tiene ahora no lo es. Nunca lo haré, lo sé, pero Mariela tampoco lo aceptaría. Estúpido quien piense que no tiene dignidad, es de las pocas cosas que le sobran.


Esa es Mariela. Quería que la conocierais por si un día os cruzáis con ella. Que sepáis que es una mujer fuerte y que, si el destino en el que no creo demasiado es justo, saldrá adelante porque se lo merece más que nadie.

lunes, 28 de abril de 2014

Continuidad de los Parques


Siempre he creído que los parques son la mejor red social que tenemos al alcance de nuestros pasos. Pienso que, por varios factores, han perdido parte de su valor; ya no se ven como un lugar de encuentro, de diversión, de confesiones, pasiones, risas… de historias que contar.  

Durante algo más de un mes, en las Naves del Español (Matadero de Madrid) el autor Jaime Pujol y el director Sergio Peris-Mencheta han puesto sobre el escenario las cartas boca arriba en “Continuidad de los Parques”, obra de teatro representada por Roberto Álvarez, Fele Martínez, Gorka Otxoa y Luis Zahera, y con la colaboración de Marta Solaz y Xabier Murúa.

A través de 8 situaciones diferentes, en las que los 4 actores mencionados interpretan múltiples personajes, y siempre con un parque como protagonista (mención especial merece la originalidad de la puesta en escena), el espectador se adentra en el complejo mundo de las relaciones interpersonales, de la soledad, de la incoherencia de los cuerdos, de la coherencia de los locos,  del nada es lo que parece, del todo es lo que quieras creer… y siempre con una base necesaria en la actualidad: la del humor.


Un cortejo entre dos hombres, un borracho derrotado, un atraco frustado, la dictadura de los smartphones, la imaginación de un loco que contagia al más cuerdo... son algunos de los “cuadros” que nos pintan Pujol y Peris-Mencheta en los 100 minutos en los que el espectador no abandona en ningún momento la sonrisa de su cara. La obra no pierde ritmo por el ingenioso guión y por la alta calidad interpretativa de Zahera, Álvarez, Martínez y Ochoa. Su polivalencia y su capacidad para conectar con el público queda fuera de duda en los primeros minutos en los que ya se prevé que pagar por ver buen teatro es la mejor inversión cultural que podemos hacer.


No había espacio mejor para esta representación que el Matadero de Madrid, porque la línea que separa el escenario del patio de butacas es tan fina que a veces cuesta distinguirla, y eso sin duda ayuda a que el mensaje llegue sin interferencias. Y es que ese mensaje, en “Continuidad de los Parques” es claro: la verdad tiene muchas caras, la tuya, la mía, la de él, la de ellos... Peris-Mencheta comete el gran acierto de dar la responsabilidad al propio espectador de decidir cuál es la auténtica.  

Estoy seguro de que el mejor barómetro para definir el éxito de una obra de teatro no es la venta de entradas ni la opinión de los críticos, que son los que (supuestamente) más saben. Para medir el triunfo de este equipo artístico basta con plantarse a la salida de la función y ver las caras y opiniones de los espectadores. En Continuidad de los Parques hay una gran sonrisa colectiva formada por cientos de sonrisas individuales. Los comentarios son debates efusivos sobre cuál de las 8 partes de la obra ha sido la mejor, o la más divertida, la más tronchante, y cada una de esas ventanas a la realidad tiene sus adeptos, porque ninguna está por debajo de otra.  Pero la representación creada por Jaime Pujol no es una comedia al uso, ni mucho menos… más bien es mucho más, es una metáfora de la actualidad en la que buscamos afianzar nuestras convicciones, tal como asegura su director, aunque pocas veces se logre el resultado esperado.


Toledo (3 de mayo), Gijón (12 de julio) y Barakaldo (25 de octubre) son las primeras fechas confirmadas de la gira, tal como se publica en la web oficial http://www.barcopirata.org/. Si tienes la oportunidad, ve, disfruta, y forma parte de este universo tan especial que es el de los parques donde muchos pasamos los mejores años de nuestra juventud, y donde siempre encontraremos a alguien con una historia que contar. 

martes, 5 de noviembre de 2013

Conversaciones con Mamá (Teatro)



El 30 de octubre aterrizó en el Teatro Bellas Artes de Madrid, después de una exitosa gira por diferentes provincias de España, "Conversaciones con Mamá", escrita por Santiago Carlos Oves e interpretada por Juan Echanove (y dirigida) y María Galiana. Ambos actores tienen a priori la fuerza, el nombre y el talento suficiente como para atraer sin necesidad de mucho bombo mediático a un público deseoso de una batalla dialéctica entre dos grandes de la interpretación. 

"Conversaciones con Mamá" es difícil definirla dentro de un género, pues toca la comedia y el romanticismo sin dejar de estar rodeada de un toque dramático bien encajado entre los diálogos para que sea el público el que lo perciba en sus dosis justas... pero sobre todo es la historia de Jaime y su madre. Y quien dice Jaime y su madre dice cualquier familia de España, porque si algo tiene esta obra es que no es ajena a la realidad, a los problemas cotidianos de un marido prisionero de la vida que ha elegido sin mucho convencimiento, y una anciana vencida por la edad y cuya rutina es una lucha continua contra la soledad y el olvido.


Jaime llega a casa de su madre, ya viuda, a pedirle ayuda, la crisis le ahoga por el alto nivel de vida que lleva. Una misión aparentemente sencilla que deriva en unos diálogos cargados de inteligencia, de humor, ironía y especialmente de sabiduría, la que transmite María Galiana a través de su personaje, Mamá, que no se resigna y sigue luchando por ser feliz... felicidad que no es entendida por su hijo, por Jaime, que demasiado pendiente de sus problemas no es capaz de asimilar los consejos y anhelos de su madre.

La función, en sus 90 minutos, es una evolución continua en la que ambos personajes crecen y se van haciendo más grandes entre las risas y la atención de los espectadores que disfrutan con este duo interpretativo que no pierde ritmo en ningún momento. Risas que en los minutos finales se transforman sin excesos ni artificios en un nudo en la garganta repleto de emoción, con una última escena que justifica el precio de la entrada y que sirve para confirmar, por si quedaba alguna duda, que Echanove y Galiana ocupan un lugar privilegiado entre los mejores actores del teatro español.

Dicen que el importe de cualquier evento es barato o caro en función de lo que haya aportado a quien paga la entrada. No os quepa duda de que, valga lo que valga, "Conversaciones con Mamá" es un regalo
para los que piensan que no hay espectáculo más mágico que el que se vive en el teatro. Hasta el 19 de enero estará en Madrid. Os la recomiendo porque jugaréis a caballo ganador, os gustará.


lunes, 29 de julio de 2013

El día que me enterraron



El día que me enterraron
Recuerdo que era sábado porque ese día no tenía que trabajar. Me desperté sin necesidad de dormir más. Supe pronto que algo pasaba. No había ruidos en casa ni gritos de los niños, que siempre se levantan antes que yo y vienen a mi cama a despertarme para que juegue con ellos. No se lo he dicho, tengo un niño y una niña; Manuel, de cinco años, y Alejandra, de cuatro. A diario soy yo el que los despierta para que vayan al colegio, pero los fines de semana se vengan y me aplastan lanzándose y saltando a mi cama. Siempre me quejo, pero no voy a engañarles, me encanta que lo hagan.
Como les comento, no escuchaba un paso que indicara que había vida en mi casa. Perezoso, fui a la cocina, preparé un café y unas tostadas que se quemaron. Tuve que rasparlas con un cuchillo, si no, su sabor no me gusta y las termino tirando a la basura. Con la prensa del día como única compañía saboreé el delicioso café que tan bien me venía a esas horas. Tomo uno por la mañana para despertarme del todo. En el periódico hablaban de lo habitual: de peleas entre políticos, de guerras olvidadas, de personajes que tendrían que aparecer en otro tipo de publicación pero que han ganado tanta importancia y tan poco prestigio que ahora ocupan columnas en los diarios… Sin querer, llegué a las esquelas, nunca las leo. Ver nombres de muertos no está entre mis intereses comunes. Además, nunca conozco a nadie, no me invaden sentimientos ni de alegría ni de pena. Pero ese día sí que me llamó la atención una; alguien con el mismo nombre que yo y la misma edad había muerto. La esquela anunciaba que el desgraciado dejaba una apenada esposa y dos hijos, además de sobrinos, primos, abuelos, padres y demás parentescos. En una ciudad de apenas 100.000 habitantes existían dos Fernando Álvarez Vadillo. Era curioso… aunque uno ya era historia.
El teléfono sonó. Hasta el séptimo tono no lo cogí pensando que sería un vendedor. Era mi mujer, Irene:
-Fernando, cariño. ¿Dónde estás? Llevamos más de media hora esperándote. La gente empieza a preocuparse- dijo en voz baja, como si no quisiera que el resto la escucharan.
-¿Quién me espera, Irene? Estoy aquí, en casa, desayunando y leyendo la prensa, como todos los sábados. Yo hoy no he quedado con nadie-
            -¿Es que no eres capaz de llegar puntual ni a tu propio entierro? Aunque sea hazlo por mí y por los niños. Están preguntando todo el rato que cuándo vas a llegar.
Tienes diez minutos. Te quiero.-
Sin darme tiempo a responder, colgó. Su tono de voz era serio, cortante. No quería demostrarme excesivo afecto por miedo a no contener el llanto. Probé a llamarla, salía apagado o fuera de cobertura, que era como había quedado yo con ese anuncio tan surrealista; tenía que asistir a mi propio entierro. Convencido de que únicamente podía tratarse de una broma o un error, me arreglé y salí directo a la Iglesia. Algo en mí me decía que el asunto era serio. No puedo explicar por qué inconscientemente me puse mi mejor traje, el que llevaba a las reuniones importantes de trabajo.
 No había nadie en la entrada del templo. Miré a todos lados, ni un alma en la calle. El día era soleado y ni así escuchaba a los pájaros. Frente a la iglesia había un parque que, a esas horas y con buen tiempo, ya debía rebosar vida a cada centímetro.
Me santigüé y accedí al interior de la Iglesia por la puerta trasera. Estaba repleta, incluso algunos se agolpaban en los pasillos. Todas eran caras conocidas. Me observaban a la vez con lástima y resignación, igual que un médico que le dice a su paciente que le quedan semanas de vida. Se miraban entre ellos, consolándose unos a otros. Desde el altar, el sacerdote me invitaba a acercarme con las manos y una media sonrisa forzada. En la primera fila aguardaban mis padres, mis suegros, Irene y los niños que, al pasar junto a ellos, no se acercaron a darme un beso. Manuel lo intentó, pero su abuela materna se lo impidió. Nunca me cayó bien esa bruja ni el sabelotodo de su segundo marido.
  -Siéntate aquí, hijo. Ya no tienes nada que temer”- me dijo el cura.
            El féretro estaba abierto junto a mí. Separé la silla del ataúd, negando lo que ya era evidente. Estaba muerto. Intenté protestar. El cura me silenciaba con leves susurros, más propios de la madre que quiere dormir al niño que de un sacerdote que quiere enterrarme.
              La ceremonia transcurrió como es habitual. Los tópicos inundaron la previsible homilía entre llantos y lamentos. Resignado, me dediqué a observar por curiosidad quién había venido a despedirme. Estaban todos los que quería que estuvieran, pero sobraban unos cuantos. Allí estaba en la cuarta fila, con cara de afligido, Marcos Toledo, el ser más envidioso y retorcido que conocí. Trabajé seis años con él y de su boca nunca salió nada que no fuera veneno. Dos filas detrás estaba sentada una ex novia, Lucía Freire. Decir que acabé mal con ella es ser muy generoso. La dejé por la que hasta hoy era mi mujer. Hubiera apostado la vida que me habían arrebatado sin previo aviso, a que Lucía vino a mi funeral a comprobar que estaba completamente muerto. Sonreí al pensar que era afortunado por poder presenciar en directo mi propia despedida.
 Tras la comunión y unos cánticos que colaboraban fielmente a que el respetable llorara aún más, terminó la misa, recordando nuevamente el cura que yo estaría cuidando de los allí presentes desde el cielo… lugar en el que por otra parte el distinguido páter aseguraba sin conocimiento de causa, que estaría mejor. No me conocía, de lo contrario no hubiera afirmado a la ligera que prefería el cielo a estar desayunando en mi casa, con mi familia, mi café recién hecho y mi periódico. Me pidió que me levantara y que me tumbara en el ataúd, despacio, sin prisa, que para estar muerto siempre habrá tiempo. Obedecí sin rechistar. Yo era el único que no tenía derecho a quejarme, total, estaba muerto. Me quedaba un poco pequeño, pero ni eso pude decir. Me quité los zapatos. Con la de tiempo que iba a pasar en esa caja me podían provocar heridas. Seguía pensando como un vivo.
Una última absolución y cerraron el ataúd… justo en ese momento desperté entre sudores, jadeos y palpitaciones. Sentí alivio, había sido un sueño demasiado real. En el otro lado de la cama no estaba mi mujer, me extrañé, los niños no correteaban por el pasillo. El calendario marcaba sábado 15. Fui a la cocina a preparar el desayuno, el periódico del día esperaba en la mesa… entonces sonó el teléfono, era mi mujer:
  -Fernando, cariño. ¿Dónde estás? Llevamos más de media hora esperándote. La gente empieza a preocuparse-

jueves, 30 de mayo de 2013

Bajo el agua



Bajo el agua


Me acerqué a la orilla del río. Estaba convencido de haber visto algo moverse bajo el agua.

-No creerás  que hay sirenas en los ríos, ¿verdad?-  Marta siempre tenía la virtud de estropear los momentos en los que me evadía de la realidad. Era como si le molestara verme imaginar.

No le hice caso. Seguí mirando atentamente, esperando cualquier movimiento. No quería desconcentrarme para que no me sucediera como cuando quería ver una estrella fugaz; entonces todos me decían “¿tú también la has visto, Tomás?,” y yo respondía que sí, pero mentía, nunca llegué a ver una, por lo menos de las que se pasean por el firmamento.

Marta se acercó. Mi insistencia le había provocado cierta curiosidad. Se creía muy adulta, y cuando le recordaba que solo tenía 13 años y que me sacaba nada más que dos meses se enfadaba y me perseguía sabiendo que jamás me alcanzaría. Entonces optaba por lo que ella consideraba un insulto, me gritaba “eres un crío”. Lo que Marta no sabía es que para mí era un piropo. Con doce años yo ya había tomado la primera decisión importante de mi vida: no crecería nunca. Me marqué el tope de los 14 años porque en el pueblo era la edad en la que los chicos se volvían idiotas y dejaban de hacer cosas divertidas por estar con las chicas y darse besos o recibir bofetadas, según se diera. Todavía no sabía cómo hacer para quedarme toda la vida en los 14 años, pero algo se me ocurriría, tenía tiempo aún para idear un plan.  

-Si te mueves tanto no lo veremos, vas a asustarle- dije en un susurro.

-Estás mal de la cabeza, yo me voy-  Se giró y se fue cantando “Tomás está pirao, no hay quien aguante a ese tarao”. La verdad es que cantaba bien, puede que la letra la tuviera preparada de antemano.

Tras una hora observando, perdí la esperanza de ver algo que no fueran peces corrientes. En condiciones normales hubiera aguantado más, pero anochecía y mis padres me tenían prohibido ir solo por el bosque después de las nueve en verano. Apenas había caminado 100 metros cuando escuché un fuerte golpe procedente del río, como cuando nos tirábamos “de bomba” en la piscina. Regresé y encontré las aguas revueltas. Aquella zona era muy tranquila, sin embargo parecía que alguien las hubiera removido segundos antes a su antojo. Alcé la vista y al otro lado de la orilla las hierbas aplastadas marcaban un camino recién estrenado. Aquel “ser” había salido del agua y huido bosque adentro. Incluso juraría haber escuchado a lo lejos el ruido de sus contundentes pisadas. Entonces comprendí que él había estado allí todo el tiempo, bajo el agua, y yo había sido incapaz de verlo por mucho que lo mirara. Como las estrellas fugaces que esperaban a que bajara la cabeza para pasar sobre mí, sigilosas ellas.

Regresé cada tarde de verano al mismo lugar. Me concentré y busqué con ahínco. Incluso metí la cabeza en el río con unas gafas de bucear, pero solo conseguí ahuyentar a los peces. Sabía que no iba a aparecer. Había desperdiciado mi oportunidad, y aunque en mi vida me encontrara después con otras cosas extraordinarias, ninguna iba a poder suplantar a la que me había perdido. Quizá si me hubiera quedado un poco más todo habría sido diferente, o no... no lo sé.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Cuando el viento de Levante



1

Las llamas se divisaban a kilómetros de distancia. La noche del 19 de julio de 1970 soplaba un fuerte viento de levante que no hizo sino avivar aún más el fuego devastador en cada una de las cuatro plantas del Hotel Levante. Los jardines que rodeaban las centenarias dependencias se convirtieron en un improvisado campo de refugiados. Decenas de residentes apenas sí tuvieron tiempo para salir de sus habitaciones, alertados por la megafonía y por los gritos de los trabajadores, que en un ejercicio de profesionalidad antepusieron la seguridad de los clientes a la suya propia.

La aparición de los Bomberos solo sirvió para apagar los restos del que hasta entonces había sido uno de los hoteles con más prestigio en Andalucía, por su gastronomía, la cercanía a la playa y por la calidad del servicio y de sus instalaciones que lo hacían un lugar idóneo para disfrutar en familia. La virulencia de las llamas y el  hundimiento de la estructura hacían imposible entrar a buscar supervivientes. En el primer recuento, el encargado del hotel, Claudio Ibarra, aseguró sin mucha certeza que no quedaba nadie dentro. Algunos huéspedes y empleados se quejarían posteriormente de que la Policía y los Bomberos tardaron demasiado en llegar, pero las críticas fueron acalladas y no tuvieron transcendencia en los medios de comunicación, que a la mañana siguiente salieron en portada con el incendio del Hotel Levante.

Tres horas después, y sin la incómoda presencia de los clientes, que fueron reubicados en hoteles de la zona, el fuego fue extinguido por completo, ya saciado y sin nada más que destruir. Tal como había avisado Claudio Ibarra, en ninguna de las habitaciones de las cuatro plantas se hallaron cadáveres. La tristeza por el inesperado fin del hotel se compensaba con la alegría de que al menos no hubiera muertos.

-Lo único que no tiene remedio es la muerte, lo demás es todo empezar de cero - sentenció sin mucho acierto Ibarra ante el jefe de bomberos, cuya mirada de indiferencia quitó las ganas a Ibarra de seguir conversando.
- ¿Dónde está el dueño? A estas horas ya debería estar avisado, ¿no cree? – a Claudio Ibarra le enfermaba el aire de superioridad con el que le hablaba.
- Estamos intentando localizarle, pero créame que no es fácil. Salió hace dos días de viaje de negocios con su mujer y su hijo, y en el número que nos dio por si pasaba algo nos dicen que de allí se fue ayer por la tarde. Así que entienda usted que yo más no puedo hacer. ¿No le parece que ya tengo bastante? – Ibarra estaba orgulloso de haberse defendido tan bien, pero en su interior le comía el miedo de tener que darle la pésima noticia a Don Manuel.
- No, no me lo parece. Ese hombre tiene que estar aquí al tanto de que su hotel no sirve ya ni para abonar las plantas- la envergadura del jefe de bomberos y su mirada penetrante hicieron que el combate fuera resuelto por KO. Claudio no volvió a hablar.

Entró en el hotel y una corriente de tristeza y a la vez de fracaso se apoderó de él al contemplar incrédulo cómo el inmenso hall se había transformado en un campo de cenizas. Solo llevaba tres meses de encargado y era la primera ocasión que Don Manuel se ausentaba más de un día. La oportunidad perdida para demostrar que podía confiar en él, que no se había equivocado cuando le eligió para ese puesto de responsabilidad tras años de tareas menores. ¿Cómo explicarle que a las primeras de cambio había fallado con tanto estrépito? Sus pensamientos se interrumpieron bruscamente con los gritos de uno de los bomberos que revisaba las plantas.

-¡Hemos encontrado tres cuerpos sin vida, jefe, suba!- el antipático superior cambió su rostro de la indiferencia a la preocupación. Claudio intentó ir tras él, pero se lo impidió.
-Usted no puede subir, el suelo se puede hundir en cualquier momento.

Fueron veinte minutos interminables de espera, caminando entre escombros, de un lado a otro, deseando despertar de una pesadilla que se alargaba en el sueño. Hasta que escuchó la voz del teniente de la policía dando la orden de que avisaran al juez. Este se acercó a Claudio Ibarra.
-Aunque me temo que sé la respuesta, ¿me puede decir quién reside en la quinta planta? – preguntó el Teniente con más tacto que el bombero.
-La quinta planta está reservada únicamente al director y dueño del hotel, el señor Don Manuel Baena de Zuñiga y su familia. Hay dos habitaciones más a parte de la suya, pero son de invitados y no había nadie ocupándolas en el día de hoy- respondió Claudio extrañado. Tenía conocimiento de cada entrada y salida del hotel, de haber habido huéspedes de Don Manuel habría estado informado. El gesto del policía aumentó su preocupación.
- Me temo que no hablo de esas dos habitaciones a las que se refiere, señor Ibarra.
-¿A qué se refiere usted, teniente?- las pausas del policía contribuían a crear un estado de alarma en Ibarra, justificado tras escuchar la respuesta que nunca quiso oír.
-Me refiero a que en la habitación principal hemos encontrado los cuerpos calcinados de un hombre, una mujer y un niño de unos  nueve o diez años. A falta de confirmación oficial estamos seguros de que se trata del señor Baena de Zuñiga y su familia. No puedo asegurarle nada con certeza, pero han debido morir por inhalación de humo. Estaban los tres en el suelo, junto a la puerta. 

Claudio esperaba que le diera una palmada en la espalda y le dijera que era una broma pesada, que allí arriba no había nadie, que bajo su responsabilidad no había muerto su jefe y su familia. Era incapaz de aceptar la realidad. Pero no era el único pensamiento que quemaba su interior con la misma fuerza que las llamas, no. ¿Qué hacía don Manuel en su habitación? De haber regresado le hubiera puesto al corriente. Siempre que volvía, lo primero que hacía era reunirse con el encargado para que le mostrase el parte de incidencias. Por muchas preguntas que se hiciese no encontraría una respuesta coherente, y más cuando de los empleados que allí quedaban ninguno afirmaba haber visto llegar al director.


Aquel fue el último día que Claudio Ibarra trabajó en un hotel. Nadie volvió a verlo por la región después de subir a un coche para ir a declarar. Se responsabilizó él mismo del suceso, aunque el informe policial no dejó lugar a las dudas y estableció que la instalación eléctrica estaba defectuosa y que fue la que originó el incendio. Nadie discutió la versión oficial, pese a que arrojara incoherencias difíciles de explicar…